lunes, 18 de febrero de 2013

EL PAPA JUBILADO





 F. Nietzsche


En Así Habló Zaratustra Nietzsche nos relata el encuentro entre su protagonista y el último papa, jubilado tras la muerte de Dios. Aquí el relato de esa peripecia.

JUBILADO
No mucho después de haberse librado Zaratustra del mago vio de nuevo a alguien sentado
junto al camino que él seguía, a saber, un hombre alto y negro, de pálido y descarnado
rostro: éste le causó una violenta contrariedad. «Ay, dijo a su corazón, allí está sentada
la tribulación embozada, aquello me parece pertenecer a la especie de los sacerdotes:
¿qué quieren ésos en mi reino?
¡Cómo! Acabo de escapar de aquel mago: y tiene que atravesárseme de nuevo en mi
camino otro nigromante, -
- un brujo cualquiera que practica la imposición de manos, un oscuro taumaturgo por
gracia divina, un ungido calumniador del mundo, ¡a quien el diablo se lleve!
Pero el diablo no está nunca donde debería estar: siempre llega demasiado tarde, ¡ese
maldito enano y cojitranco!» -
Así maldecía Zaratustra, impaciente en su corazón, y pensaba en cómo pasaría rápidamente
de largo junto al hombre negro mirando a otra parte: mas he aquí que las cosas
ocurrieron de otro modo. Pues en aquel mismo instante el hombre sentado le había visto
ya, y semejante a uno a quien le sale al encuentro una suerte imprevista se levantó de un
salto y corrió hacia Zaratustra.
«¡Quienquiera que seas, caminante, dijo, ayuda a un extraviado, a uno que busca, a un
anciano al que con facilidad puede ocurrirle aquí algún daño!
Este mundo de aquí me es extraño y lejano, también he oído aullar a animales salvajes;
y el que habría podido ofrecerme ayuda, ése no existe ya.
Yo buscaba al último hombre piadoso, un santo y un eremita, que, solo en su bosque,
no había oído aún nada de lo que todo el mundo sabe hoy».
«¿Qué sabe hoy todo el mundo?, preguntó Zaratustra. ¿Acaso que no vive ya el viejo
Dios en quien todo el mundo creyó en otro tiempo?»
«Tú lo has dicho, respondió el anciano contristado. Y yo he servido a ese viejo Dios
hasta su última hora.
Mas ahora estoy jubilado, no tengo dueño y, sin embargo, no estoy libre, tampoco estoy
alegre ni una sola hora, a no ser cuando me entrego a los recuerdos.
Por ello he subido a estas montañas, para celebrar por fin de nuevo una fiesta para mí,
cual conviene a un antiguo papa y padre de la Iglesia: pues sábelo, ¡yo soy el último papa!
- una fiesta de piadosos recuerdos y cultos divinos.
Pero ahora también él ha muerto, el más piadoso de los hombres, aquel santo del bosque
que alababa constantemente a su Dios cantando y gruñendo.
A él no lo encontré ya cuando encontré su choza, - pero sí a dos lobos dentro, que aullaban
por su muerte - pues todos los animales lo amaban. Entonces me fui de allí corriendo.
¿Inútilmente había venido yo, por tanto, a estos bosques y montañas? Mi corazón decidió
entonces que yo buscase a otro distinto, al más piadoso de todos aquellos que no
creen en Dios -, ¡que yo buscase a Zaratustra! »
Así habló el anciano y miró con ojos penetrantes a aquel que se hallaba delante de él;
mas Zaratustra cogió la mano del viejo papa y la contempló largo tiempo con admiración.
«Mira, venerable, dijo luego, ¡qué mano tan bella y tan larga! Ésta es la mano de uno que
ha impartido siempre bendiciones. Pero ahora esa mano agarra firmemente a aquel a
quien tú buscas, a mí, Zaratustra.
Yo soy Zaratustra el ateo, que dice: ¿quién es más ateo que yo, para gozarme con sus
enseñanzas?» -
Así habló Zaratustra, y con sus miradas perforaba los pensamientos y las más recónditas
intenciones del viejo papa. Por fin éste comenzó a decir:
«Quien lo amó y lo poseyó más que ningún otro, ése lo ha perdido también más que
ningún otro -:
- mira, ¿no soy yo ahora, de nosotros dos, el más ateo? ¡Mas quién podría alegrarse de
eso!» -
- «Tú le has servido hasta el final, preguntó Zaratustra pensativo, después de un profundo
silencio, ¿sabes cómo murió? ¿Es verdad, como se dice, que fue la compasión la
que lo estranguló,
- que vio cómo el hombre pendía de la cruz, y no soportó que el amor al hombre se
convirtiese en su infierno y finalmente en su muerte?» - -
Mas el viejo papa no respondió, sino que tímidamente, y con una expresión dolorosa y
sombría, desvió la mirada. «Déjalo que se vaya, dijo Zaratustra tras prolongada reflexión,
mirando siempre al anciano derechamente a los ojos. Déjalo que se vaya, ya ha desaparecido.
Y aunque te honra el que no digas más que cosas buenas de ese muerto, tú sabes tan
bien como yo quién era; y que seguía caminos extraños.» «Hablando entre tres ojos, dijo,
recobrado, el viejo papa (pues era tuerto), en asuntos de Dios yo soy más ilustrado480 que
el propio Zaratustra - y me es lícito serlo.
Mi amor le ha servido durante largos años, mi voluntad siguió en todo a su voluntad.
Pero un buen servidor sabe todo, incluso muchas cosas que su señor se oculta a sí mismo.
Él era un Dios escondido, lleno de secretos. En verdad, no supo procurarse un hijo
más que por caminos tortuosos. En la puerta de su fe se encuentra el adulterio.
Quien le ensalza como a Dios del amor no tiene una idea suficientemente alta del amor
mismo. ¿No quería este Dios ser también juez? Pero el amante ama más allá de la recompensa
o la retribución.
Cuando era joven, este Dios del Oriente, era duro y vengativo y construyó un infierno
para diversión de sus favoritos.
Pero al final se volvió viejo y débil y blando y compasivo, más parecido a un abuelo
que a un padre, y parecido sobre todo a una vieja abuela vacilante.
Se sentaba allí, mustio, en el rincón de su estufa, se afligía a causa de la debilidad de
sus piernas, cansado del mundo, cansado de querer, y un día se asfixió con su excesiva
compasión.» -
«Tú viejo papa, le interrumpió aquí Zaratustra, ¿tú has visto eso con tus ojos? Pues es
posible que haya ocurrido así: así, y también de otra manera. Cuando los dioses mueren,
mueren siempre de muchas especies de muerte.
Mas ¡bien! Así o así, así y así - ¡se ha ido! Él contrariaba el gusto de mis oídos y de mis
ojos, no quisiera decir nada peor sobre él.
Yo amo todo lo que mira limpiamente y habla con honestidad. Pero él - tú lo sabes
bien, viejo sacerdote, en él había algo de tus maneras, de maneras de sacerdote - él era
ambiguo.
Era también oscuro. ¡Cómo se irritaba con nosotros, resoplando cólera, porque le entendíamos
mal! Mas ¿por qué no hablaba con mayor nitidez?
Y si dependía de nuestros oídos, ¿por qué nos dio unos oídos que le oían mal? Si en
nuestros oídos había barro, ¡bien!, ¿quién lo había introducido allí?
¡Demasiadas cosas se le malograron a ese alfarero que no había aprendido del todo su
oficio! Pero el hecho de que se vengase de sus pucheros y criaturas porque le hubiesen
salido mal a él - eso era un pecado contra el buen gusto.
También en la piedad existe un buen gusto: éste acabó por decir “¡Fuera tal Dios! ¡Mejor
ningún Dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio,
mejor ser Dios mismo!”»
- «¡Qué oigo!, dijo entonces el papa aguzando los oídos; ¡oh Zaratustra, con tal incredulidad
eres tú más piadoso de lo que crees! Algún Dios presente en ti te ha convertido a tu
ateísmo.
¿No es tu piedad misma la que no te permite seguir creyendo en Dios? ¡Y tu excesiva
honestidad te arrastrará más allá incluso del bien y del mal!
Mira, pues, ¿qué se te ha reservado para el final? Tienes ojos y mano y boca predestinados
desde la eternidad a bendecir. No se bendice sólo con la mano.
En tu proximidad, aunque tú quieras ser el más ateo de todos, venteo yo un secreto
aroma de incienso y un perfume de prolongadas bendiciones: ello me hace bien y me
causa dolor al mismo tiempo.
¡Permíteme ser tu huésped, oh Zaratustra, por una sola noche! ¡En ningún lugar de la
tierra me siento ahora mejor que junto a ti!» -
«¡Amén! ¡Así sea!, dijo Zaratustra con gran admiración, por ahí arriba sube el camino,
allí está la caverna de Zaratustra.
Con gusto, en verdad, te acompañaría yo mismo hasta allí, venerable, pues amo a todos
los hombres piadosos. Pero ahora me llama un grito de socorro que me obliga a separarme
de ti a toda prisa.
En mis dominios nadie debe sufrir daño alguno; mi caverna es un buen puerto. Y lo que
más me gustaría sería colocar de nuevo en tierra firme y sobre piernas firmes a todos los
tristes.
Mas ¿quién te quitaría a ti de los hombros el peso de tu melancolía? Para eso soy yo
demasiado débil. Largo tiempo, en verdad, vamos a aguardar hasta que alguien te resucite
a tu Dios.
Pues ese viejo Dios no vive ya: está muerto de verdad.» -
Así habló Zaratustra.