Pantocrátor en capitel románico. Toulouse.
El
catorce de Abril de 1.931 fue proclamada la Segunda República española. Fue el
final del reinado de Alfonso XIII, abuelo del actual monarca, y el fin del
sistema político que predominó durante la segunda restauración, conocido como turnismo.
Llama
la atención comprobar cómo la mayoría de los intelectuales españoles de la
época compartieron una apoyo más o menos decidido a la idea republicana, y
conviene fijarse en que ello no se producía necesariamente desde posturas
políticas de izquierdas. El republicanismo es común a muchos autores de la
Generación del ’98 y, más acentuadamente, entre los de la Generación del ’14,
que es como se conoce a los que podríamos considerar herederos del espíritu del
’98 y entre los que destacamos a personajes de la talla de Ortega y Gasset,
Azaña, Picasso, Sánchez Albornoz o Américo Castro.
La
pérdida de la guerra con Estados unidos provocó al afloramiento de múltiples
problemas entre los que podemos destacar el atraso científico y económico, el
aislamiento del contexto europeo, la incapacidad para instaurar una auténtica
democracia, lastrado su funcionamiento por el caciquismo campante y el
pucherazo electoral sistemático.
La
monarquía se percibió siempre como una institución comprometida con el sistema,
ligada al sistema hasta tal punto que no se concebía un cambio como el que
necesitaba España que no pasara por su eliminación. Los ejes centrales de la
apuesta republicana de los intelectuales hispanos pasaban por la necesidad de
regenerar el sistema político, elevar los niveles de investigación y
conocimiento, relegar la tradición religiosa a un lugar desde el que no pudiese
lastrar el avance del país y promover un acercamiento a Europa, modelo a seguir
dado su desarrollo social, político y económico.
Es
muy tentador iniciar un análisis en paralelo de la situación actual. Ya tenemos
la crisis que puede marcar a una generación de españoles, tenemos un sistema
político deficiente del que la ciudadanía parece considerablemente alejada y
que se basa en una alternancia con sospechosos parecidos con el turnismo, se
debate con fuerza la estructura misma del Estado, seguimos sin resolver –antes
bien parece que agravamos- el problema de la enseñanza y sin darle importancia
a la investigación como motor económico. Lógicamente, tras una crisis
institucional de semejante envergadura viene el cuestionamiento de la monarquía
misma.
¿Es
la monarquía una institución tan comprometida con el sistema partitocrático –y
sospechamos que cleptocrático- que depende para su supervivencia de la supervivencia
del mismo? Esta es la pregunta clave. Los episodios que la familia real lleva
algún tiempo protagonizando hacen que mucha gente abandone su postura
indiferente hacia la jefatura del estado y lleva a otros a sospechar una
connivencia de intereses entre los dos grandes partidos y la institución
monárquica.
Por
eso ahora, más que en toda la existencia de esta democracia, se vuelve al
debate republicano. Por eso ahora, como siempre, la supervivencia de la
institución dependerá de su capacidad para impulsar reformas que la hagan útil
y la alejen de un patio político que apesta bastante. Como hizo en el ’75 –nos
guste más o menos el resultado de aquello-, ganándose unos años de placidez al
erigirse en impulsora de un cambio hacia la democracia que ilusionaba a una
ciudadanía asustada. Muchos viejos republicanos cedieron en el momento y
aceptaron la figura del rey porque, a su juicio, resultaba útil para la
restauración democrática. Pero, ¿qué futuro le espera si se acaba percibiendo como un
lastre?
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